jueves, 19 de diciembre de 2013

El sexto océano, extracto



Una vez dejado atrás el mar de Banda, el grupo empleó los días siguientes en recorrer de oeste a este el alargado pasadizo que formaba el mar de Arafura. Rielar dejó atrás aquellas risas primeras al comprobar que las ganas de Áldero por rivalizar con Élias, lejos de ser un hecho aislado, se prodigaban a cada momento. Renunciando al sostén de Unauán, lo mismo lo retaba a descender a pulmón libre hasta la máxima profundidad como a nadar a toda velocidad o a pescar el mayor número de presas para el sustento del grupo… La cuestión era competir en aquella especie de Olimpiadas para dos, en las que Áldero no parecía querer incluir a nadie más que a Élias, y que este aceptaba con simpatía pero también con desconcierto, al no entender la fiereza del otro y sus ansias de ganar a cualquier precio. Rielar veía disgustada cómo sus charlas con el recién llegado habían disminuido mucho de un tiempo a esa parte, y en un par de ocasiones el disgusto dio paso al enojo, cuando, en algunos juegos de lucha, el hermano de Eliom sometió a tales placajes a Élias que llegaron a rozar la asfixia o le provocaron algún grito de dolor. Era como si Áldero, detrás de esa nueva cordialidad de la que parecía hacer gala desde su conversación con Unauán, escondiera una rabia inmensa que no pudiera evitar sacar a flote en el momento álgido de la competición. Romm y Dicayos, a los que cada día se les veía más compenetrados, no parecían dar importancia a todo aquello, pero la hermana marina de Áldero dejaba aún más de manifiesto que la propia Rielar lo poco que le gustaban aquellos nuevos jueguecitos.
Por todo ello, cuando aquella mañana Rielar vio cómo, después de una reñida carrera en la que habían quedado muy igualados, los dos varones se ponían a charlar mientras nadaban relajados, la chica respiró aliviada. Estaban ya a la altura del golfo de Carpentaria, no lejos del estrecho de Torres, donde llegaba a su término aquel largo pasillo marítimo, y quizás estimulada por la pureza del cielo de aquel límpido amanecer, Rielar se animó a acercarse a los chicos.
—En Nueva Guinea —decía en ese momento Áldero señalando hacia la isla, ahora tan cercana que se podían distinguir sus densas masas arbóreas desde la distancia— existen los únicos pájaros venenosos del planeta. Son los pájaros basura o pájaros amargos, y su veneno está en las plumas y en la piel. —El chico se giró hacia su compañero, sin darse cuenta aún de la cercanía de Rielar—. En mi piedra-corazón está grabada la imagen de una serpiente marina rayada, un animal por naturaleza tímido y pacífico, pero dueño de unos de los venenos más mortíferos que se conoce. No existe antídoto… —Áldero se sobresaltó al ver a la chica nadando a su lado, pero tras un breve titubeo, continuó hablando—. Mis padres me contaron que de niño fui mordido por un ejemplar pequeño, y que a duras penas, casi milagrosamente, conseguí sobrevivir…
Rielar estaba atónita. Los datos concretos sobre la piedra-corazón de un profundo de los Reinos del Mar, son algo muy íntimo que solo se comparte con aquellos en los que confías plenamente. Ella misma tuvo que aprender esa lección del modo más amargo, cuando la recolectora renegada Ulular usó el conocimiento de su piedra para tenerla a su merced. Es más, ella no conocía esa anécdota sobre la piedra-corazón de Áldero, y ahora este se la contaba tan alegremente a Élias. ¿Qué pasaba? El chico siguió con sus confidencias casi como si quisiera reproducir el último pensamiento de ella.
—Las piedras-corazón son extraordinarias. No se sabe a ciencia cierta por qué la recolectora graba una cosa u otra en cada una de ellas, ni lo que significa el símbolo en cuestión, hasta que ocurre algo que lo explica todo… Me han dicho que tú tienes una piedra-corazón muy especial, ¿no?
—Sí, supongo —comentó Élias, algo cohibido, pues aún no conocía mucho al chico, pero sintiéndose obligado a corresponderle con la misma confianza que este le había mostrado hacía un momento—. Son unas grandes alas desplegadas simbolizando el vuelo de un albatros —desveló, mientras tenía, como casi todos los días, un recuerdo para su querida Libertad, allá donde estuviese.
—Bueno, claro, siempre está el símbolo grabado en la piedra, pero yo me refería a que la tuya, además, parece albergar alguna clase de presagio para su portador…
Ahora sí que Rielar no podía dar crédito a lo que oía. Pero más que asombrada, estaba furiosa. ¿Cómo podía Áldero ser tan desconsiderado? Por desgracia, ya lo veía todo muy claro: el chico había conducido la conversación hasta ese punto para hurgar morbosamente en algo que sabía que tenía que mortificar mucho a Élias. Este no era el Áldero que ella conocía… y que amaba.
Élias no sabía muy bien cómo reaccionar a las palabras de Áldero.
—Oh… claro, claro, eso… —balbuceó, mirando parpadeante la inexpresiva cara de Áldero y luego la muy expresiva cara de Rielar. Después bajó la mirada, respiró hondo y volvió a alzar el rostro. Sus ojos habían recuperado por entero su serena claridad—. Llevo toda mi vida conviviendo con el presagio de que mi piedra-corazón será la causa de mi muerte. Durante muchos años libré una guerra conmigo mismo por esa cuestión…, pero ahora estoy en paz. Que ese momento llegue cuando tenga que llegar. —Lo dijo serio, pero en el último instante, incluso se permitió un asomo de sonrisa.
Los otros dos jóvenes no tuvieron tiempo para reaccionar a sus palabras, pues la voz de Romm, a sus espaldas, los sobresaltó.
—¡Mirad! ¡Allí delante!
En la diáfana mañana, apenas sin viento, rodeada por un cielo azul sin mácula, se veía una enorme formación nubosa en forma de blanco tubo de kilómetros y kilómetros de largo, como una inmensa ola a punto de romper sobre el horizonte. Era una grandiosa nube Gloria de la Mañana, peculiar fenómeno atmosférico propio del golfo de Carpentaria que jamás se daba en abril, sino siempre en primavera, entre septiembre y noviembre. Sin embargo, allí estaba, con toda su grandeza y esplendor.
La contemplación de aquella nube supuso algo diferente para cada uno de los tres muchachos. Élias se limitó a ampliar su leve sonrisa y volver a respirar profundamente el aire de la mañana, casi con fruición, como si compartiera una especie de feliz secreto con esa ola primera, celeste, anunciadora de las otras muchas, también enormes y magníficas, que encontraría en su viaje por el gran océano. Rielar notó cómo su furia se aplacaba ante la contemplación de tanta belleza, y en esa nueva serenidad solo le quedó un poso de mansa pena… Pena por Élias, pena por ella, pero sobre todo y sin saber explicar por qué, una conmovedora pena por Áldero. Lo que sintió este último resultó más difícil de desentrañar, pero el resultado de ese sentimiento fue que le pasó la mano por el hombro a Élias y murmuró con la cabeza gacha:
—Lo siento. He sido un idiota… Llevo una temporada que no me reconozco ni yo. Intenta olvidarlo, por favor.
Hubo un momento de silencio antes de que el otro contestara.
—No pasa nada. El amor nos enloquece. Yo lo sé.

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