viernes, 13 de febrero de 2015

Pelayo, rey: El líder




—¡Nobles jefes astures! —exclamó con voz potente—. ¡Valerosos guerreros! —abrió los brazos como si quisiera abarcar a todos los concurrentes, que ya eran todos los jefes, las familias, todas las tribus, pues la voz de que algo inusual estaba ocurriendo había corrido veloz por toda la pradera—. Hasta este momento no me he dado cuenta de que soy uno de vosotros, lo mismo que mis hijos. Pero ahora las palabras de Gaudiosa han hecho caer la venda de mis ojos, y veo con claridad que vuestro destino y el mío están unidos. ¡Sí, soy uno de los vuestros! La fuerza de mi brazo, todo el valor del que soy capaz y hasta mi muerte os pertenecen. ¡Soy el guerrero que luchará hasta el final por defender vuestra libertad! —Se hizo un gran silencio. Todos estaban pendientes de sus palabras—. Viviendo entre vosotros, sé cuáles son vuestras preocupaciones y las dificultades a las que tendréis que hacer frente. Pero por ser godo y por haber sido uno de sus generales, sé cómo piensan, cómo viven y cómo luchan los hombres de los valles. Todos mis saberes son los que pongo ahora en vuestras manos. Como bien ha dicho Gaudiosa, los que ahora nos dominan son enemigos crueles y poderosos. No creen en Jesucristo, y no nos dejarán rezar a nuestro Dios. Ya han sido encarcelados muchos sacerdotes, y pronto no quedará una iglesia en pie por los valles.
Voces de «¡es cierto!», proferidas por algunos de los presentes que venían de las zonas más próximas a las dominadas por los musulmanes, dieron más fuerza a sus palabras. Sin detenerse, Pelayo continuó:
—Raptan y violan a las mujeres. —Y su voz se quebró, angustiada—. A mi propia hermana. —Cerró el puño y su semblante se endureció—. ¡Juro que la liberaré y les haré pagar por esta ofensa con sangre! Toman a las mujeres de los valles, y pronto vendrán a por las vuestras.
Nuevas voces asintieron a las palabras del godo, que le indicaron que las rapacerías de los musulmanes habían sido más extensas de lo que él creía.
—Por eso os digo —continuó el rubio guerrero—, ¡ya está bien de escondernos en las cimas de los montes como si fuéramos bestias asustadas! ¡Ésta es nuestra tierra! ¡Toda ella! ¡Bajemos de las alturas y expulsemos a los invasores! ¡A los que nos oprimen! ¡A los enemigos de nuestro pueblo! ¡A los enemigos de nuestro Dios!
Entretanto, Xuan El Roxín no había estado ocioso. Confiaba plenamente en el prestigio que su prima Gaudiosa tenía entre los jefes de las tribus, y en la admiración que Pelayo suscitaba entre los guerreros; pero no estaría de más echarles una mano en lo que pudiese. Había reunido rápidamente a varios de sus allegados y les había indicado que se introdujeran entre la multitud que rodeaba al orador con instrucciones concretas. Rugidos de entusiasmo contestaron a la exaltada arenga de Pelayo, más que los proferidos por los enviados de El Roxín. Xuan miró a su alrededor, satisfecho y sorprendido. Había ordenado a sus hombres que respondiesen con gritos de ánimo a las exhortaciones del godo, pero la comunicación, la unión que se estaba produciendo entre los astures y el corpulento guerrero que les hablaba no hacían necesaria la intervención de los incondicionales de Xuan, que se veían estimulados no por las órdenes de éste, sino por el ambiente creado por las palabras de Pelayo.
—Soy quien puede ayudaros a sacudir el yugo que os oprime; el que puede conducir nuestra lucha para expulsar a los infieles de nuestras tierras.
Todos se pusieron en pie, desde los jefes hasta los guerreros más alejados, enardecidos por las palabras de Pelayo.



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